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Las elecciones de 2016 permitieron constatar que hay dos Américas opuestas entre sí y distinguibles geográficamente: la América de las grandes ciudades contra la América rural y de las pequeñas ciudades industriales. Pero la diferencia es sobre todo cultural. Hay "dos pueblos que se enfrentan", dos concepciones antagónicas de la convivencia: los blancos "de cepa" de origen europeo que se sienten despreciados por las élites cosmopolitas y por los meritócratas de las grandes metrópolis de las dos costas. Estos últimos permanecen apegados a las formas más modernas de multiculturalismo, de políticas de género y de diversidad. Entre ellos se encuentran los menos religiosos de los americanos: el 36 por 100, de menos de treinta años y con más diplomas, se declaran "sin religión". Frente a ellos se encuentra la otra América, la de Donald Trump, el campeón (dudosamente religioso) de una América blanca y cristiana. Por otra parte, la discusión sobre la identidad americana parece empalmarse con el debate alemán sobre la legitimidad de la Modernidad (H. Blumenberg, E. Voegelin, L. Strauss, J. Habermas?). Dicho en otras palabras, ¿debemos entender la democracia contemporánea como una simple traducción laicizada de valores religiosos con los que por ende se encontraría en deuda o, al contrario, podemos pensar en un mundo secularizado que surge y existe independientemente de los valores religiosos? Valga recordar que lejos de un Nietzsche obsesionado por la muerte de Dios, ya en la Antigüedad un Epicuro y un Lucrecio vivieron una suerte de ateísmo tranquilo que, por vías improbables, terminó por influir en personalidades como Jefferson. La respuesta que se dé en nuestros días a esta pregunta será en buena medida política, pero en ella deben jugar un papel importante, esperemos, los hechos históricos y los argumentos filosóficos.

Una democracia frágil: religión, laicidad y clases sociales en los Estados Unidos

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Las elecciones de 2016 permitieron constatar que hay dos Américas opuestas entre sí y distinguibles geográficamente: la América de las grandes ciudades contra la América rural y de las pequeñas ciudades industriales. Pero la diferencia es sobre todo cultural. Hay "dos pueblos que se enfrentan", dos concepciones antagónicas de la convivencia: los blancos "de cepa" de origen europeo que se sienten despreciados por las élites cosmopolitas y por los meritócratas de las grandes metrópolis de las dos costas. Estos últimos permanecen apegados a las formas más modernas de multiculturalismo, de políticas de género y de diversidad. Entre ellos se encuentran los menos religiosos de los americanos: el 36 por 100, de menos de treinta años y con más diplomas, se declaran "sin religión". Frente a ellos se encuentra la otra América, la de Donald Trump, el campeón (dudosamente religioso) de una América blanca y cristiana. Por otra parte, la discusión sobre la identidad americana parece empalmarse con el debate alemán sobre la legitimidad de la Modernidad (H. Blumenberg, E. Voegelin, L. Strauss, J. Habermas?). Dicho en otras palabras, ¿debemos entender la democracia contemporánea como una simple traducción laicizada de valores religiosos con los que por ende se encontraría en deuda o, al contrario, podemos pensar en un mundo secularizado que surge y existe independientemente de los valores religiosos? Valga recordar que lejos de un Nietzsche obsesionado por la muerte de Dios, ya en la Antigüedad un Epicuro y un Lucrecio vivieron una suerte de ateísmo tranquilo que, por vías improbables, terminó por influir en personalidades como Jefferson. La respuesta que se dé en nuestros días a esta pregunta será en buena medida política, pero en ella deben jugar un papel importante, esperemos, los hechos históricos y los argumentos filosóficos.